2. ago., 2018

Yo, Tonya

Aviso a navegantes: si me has visto en persona en el último mes, probablemente no te hará falta leer esta reseña. Esto se debe a que desde que la vi me he dedicado a hablar de ella y recomendarla a diestro y siniestro: hacía mucho tiempo que una película no me causaba una impresión así. 

Aviso a navegantes II: esta crítica contiene spoilers en el sentido de que os voy a hablar del final, pero no sé muy bien si tiene sentido hablar de spoilers en una peli basada en hechos reales. Todo el mundo sabía que Ramón Sampedro muere en Mar adentro y que la Segunda Guerra Mundial la ganan los aliados, ¿no?

Dicho esto, vamos allá. La historia de Tonya Harding es uno de estos sucesos de los 90 que aún resuenan en la cultura popular, como el de Lorena Bobbit o el Dioni en España. Hechos puntuales que llamaron la atención del mundo durante los famosos 15 minutos que decía Andy Warholy y después quedaron atrás sepultados por otros asuntos, si no más importantes, más morbosos o simplemente más recientes. Yo era apenas una cría cuando pasó todo esto, pero sí recuerdo enterarme por las páginas de El País, que mi padre compraba y traía a casa todos los días. Por lo que hablo con otras personas creo que en España no se recuerda tanto, pero en mi caso ha sido una historia que se quedó conmigo desde entonces, no sé muy bien por qué. 

El argumento, en titulares, puede resumirse como: Patinadora olímpica estadounidense atacada y lesionada a pocas semanas de las Olimpiadas de Invierno de 1994. Los agresores, unos matones chapuceros, procedían del entorno de otra patinadora rival, del mismo equipo, concretamente de su ex marido y un amigo de este. ¿A que ahora os suena?

Con este percal, Tonya Harding se puso en boca de todo el mundo mucho más de lo que nunca había estado con su mérito deportivo (en un deporte minoritario como es el patinaje artístico) y pasó, como he dicho, a la posteridad de la era pop como la Gran Bruja de América, mala perdedora, tramposa y hasta psicópata, cosa que la propia película recoge con una gran dosis de humor negro y que ya se ve en el trailer

¿Qué es lo que hace esta película? Pues, dado que la historia es real, reciente y está más que documentada en vídeos y entrevistas (por contradictorias que estas sean, como nos advierten los créditos del principio), Yo, Tonya, como su propio título indica, se dedica enteramente a contar el punto de vista de la protagonista, junto con sus allegados, especialmente su madre, su ex marido y su entrenadora.

De esta manera, como dice la crítica de Javier Ocaña, los autores han hecho algo sorprendente en el plano artístico y arriesgado en el plano moral. Esto es, dar voz a la mala malísima para descubrir en ella a una persona superviviente de varias situaciones de malos tratos, desde la de su madre, hasta violencia de género, pasando por la infravaloración de los jueces de patinaje artístico, que restaban puntos a sus actuaciones por ser una hortera white trash en un mundo de princesitas sobre hielo. Porque Tonya no niega ni esconde su origen: ya en el principio se define a si misma como una redneck y su única alternativa a las lentejuelas del patinaje era el uniforme de cafetería de carretera para servir café desde las 6 de la mañana, igual que hacía su madre (una impresionante Alison Janney, ganadora del Oscar a la Mejor Actriz Secundaria por este papel). La película no concede ni un momento al sentimentalismo ni a la lágrima fácil cuando retrata a la niña Tonya recibiendo palos y exigencias de triunfo, ni cuando su pareja la encañona con una pistola, es más, esas escenas están narradas por la protagonista con absoluta frialdad y cara de póker; por eso me parece especialmente interesante el hincapié que hace en el clasismo del mundo del patinaje y el olimpismo, que no tenía nada en contra de ella salvo su pelo, su maquillaje, su música heavy y el hecho de no tener una familia feliz con la que hacerse fotos para la prensa.  Las lágrimas de Tonya son de frustración por no tener el reconocimiento debido a su esfuerzo, por que su ser impide al mundo ver lo que hace, porque se la recuerda más por el "incidente" de Nancy Kerrigan que por su mérito deportivo. No es, ni mucho menos, que se la presente como un ángel incomprendido: la Tonya actual es malhablada, cínica y mentirosa (me encanta la secuencia en la que dice que el cuarto puesto en las olimpiadas de 1992 fue por culpa de los patines y que ella no tuvo nada que ver, para después verla fumar, beber y faltar a los entrenamientos), pero es un ser humano, no el caricato que quisieron vender. La Tonya de los 90 es una mujer muy joven (no hay que olvidarse de que en aquel momento tenía 23 años), sin ningún tipo de educación y de apoyos, que ve como su único valor no cotiza en el mercado. Un papelazo doble, por cierto, que Margot Robbie borda y que le valió también la nominación al Oscar. 

Todo esto no puede dejar de verse con perspectiva de género, relacionado con el tratamiento que la prensa da a las mujeres deportistas, aún más teniendo en cuenta de que esto sucedió hace más de veinte años. ¿Qué mejor carnaza para la prensa que lentejuelas y rivalidad entre mujeres? Y el final de la historia, demoledor también, muestra como el castigo fue para ella infinitamente mayor que para los verdaderos culpables, ya que además de apartarla de la única vida que conocía la convirtieron en el blanco del odio de toda América y parte del extranjero. ¿Qué son 18 meses de cárcel al lado de eso? Y por cierto, siguiendo con el análisis de género: es refrescante, por no ser nada común, ver una película donde el peso tanto de la historia como de la narración lo lleve una mujer tan poco convencional como nuestra protagonista. 

Así que, por todas estas razones, no os perdáis esta película que a pesar de toda la dureza que contiene se hace muy entretenida de ver y termina con una moraleja muy válida para todo el mundo: si la vida me da hostias... me hago boxeadora.