10. ago., 2018

Una reflexión a 10 000 metros de altura

El año pasado viajé por primera vez a Cuba. Era, además, la primera vez que tomaba un vuelo tan largo, pero no me importaba la duración o la posibilidad de un accidente: llamadlo inconsciencia pero nunca he tenido el menor miedo a volar. Lo que me inquietaba en el trayecto era sobre todo la disparidad de los testimonios de la gente con la que había hablado. Cuba es una realidad tan diversa y cambiante que según con quien hables y el año en que estuviera te puede hablar de un país completamente distinto. Y, para mi sorpresa, la imagen que te transmite  tampoco está necesariamente condicionada por la ideología de esa persona. Así fue que en el viaje de ida escribí este texto. 

El trayecto es a la vez algo familiar y fuera de la rutina, porque nada hacemos tan a menudo como estar sentados mirando una pantalla, a ratos un libro, pero quizás no durante nueve horas seguidas, claro. 

Vamos cabalgando el día, poniéndole la zancadilla a la noche, siguiendo los pasos de la luz que tampoco hoy se para. Pero nosotros sí, acabaremos posándonos, transplantados en otra realidad que de la que todavía no nos pertenece ni una migaja, como mucho mil ficciones de otros tantos espejos más o menos curvos. La certeza de lo incierto me encoge el estómago. Qué curioso es sentirse más segura suspendida en el aire que con los pies en la tierra.