29. dic., 2018

Lo que ellos tienen

 

El texto que viene a continuación se publicó en asturiano en el número 47 de la revista Atlántica XXII, en noviembre de 2016 (podéis leer el original aquí).  Hacía tiempo que no pensaba en él, pero ayer una amiga me escribió para decirme que se lo había encontrado hojeando la revista y que le había gustado, así que para quitar un poco las telarañas al blog he decidido traducirlo. Al hacerlo, me he dado cuenta de que es un poco denso en ocasiones y no sé si se entiende bien. En cualquier caso pretende ser una llamada a la empatía hacia otras personas, algo que, en el transcurso de estos dos años, parece estar en crisis. Dice así: 

¿Cuántas veces, y en cuantas circunstancias, hay que escuchar “¿Y yo (ocasionalmente, nosotros), qué? ¿Por qué no tengo derecho a lo que ellos tienen?”. Normalmente estas preguntas vienen seguidas de apelaciones a la justicia, a la igualdad (¿acaso no somos todos iguales? y a otros principios básico de la democracia, tal como nos los enseñaron en la escuela.

A priori parece un razonamiento sensato.  Pero si asignamos referentes a los pronombres, ellos normalmente querrá decir: personas migrantes, refugiadas, presas; si se usa el femenino específicamente: mujeres, de toda clase y condición. Y el sintagma “lo que ellos tienen”: becas, subvenciones, pisos, preferencia para acceder a servicios públicos… privilegios vinculados a su condición… “y encima están todo el día quejándose”.

Es muy fácil comprar un argumento como ese. Quien esté libre de haber pensado algo así en la vida, que tire la primera piedra.

Como persona que ha visto de cerca este verano dos campos de refugiados griegos, me he sorprendido a mí misma teniendo que medir mis palabras al contar la experiencia, por miedo a que el relato pudiera llegar a causar más daño que provecho. Porque hay quien se extraña al saber que la gente que se pone en peligro para salvar su vida, pretenda además vivirla más allá de comer, respirar y dar gracias por estar ahí. “¿De verdad se quejan de la comida que les dan?” (Un inciso: había que verla, y probarla). “Ah, pero encima ¿las mujeres piden depilarse y arreglarse las uñas? ¿Salen de excursión, van a la playa? ¿Celebran sus cumpleaños?”. A veces cuesta mucho hacer entender que una vida digna es algo más que un puñado de calorías y nutrientes y la certeza de que nadie intentará matarte ese día. Ante ese tipo de preguntas yo planteo lo siguiente: imagina estar obligada a vivir con lo puesto junto a otros 700 individuos de tu pueblo (sin ir más lejos). Los que conoces, los que no y los que sabes seguro que son malas personas. Tienda con tienda, sin intimidad (supongamos que las condiciones climáticas no son hostiles, lo cual es mucho suponer). ¿Cuáles serían tus preocupaciones al cabo de un mes, dos meses, seis? ¿Cuáles serían tus ilusiones? ¿Cuánto dinero te gastas tú en cosas que no son imprescindibles? ¿Y si no lo son, por qué lo gastas? La universalidad de la pirámide de Maslow, en algunas cabezas, se pone en duda más allá de lo que sus declaraciones o ideologías podrían anticipar.

Es muy fácil también dejarse llevar por las impresiones y emociones egocéntricas: al fin y al cabo son primarias en el desarrollo humano. Las vivencias tampoco ayudan: parece que, quien más y quien menos en esta sociedad se siente de alguna manera infeliz, poco realizado, poco valorado, pagador que no recibe en la medida en que da. Volviendo a lo de antes: ¿qué es eso que ellos y ellas tienen? Una respuesta dada desde el córtex prefrontal seguramente nos daría una respuesta diferente.

“Pero es que ellos llegan y tienen casa, becas, ayuda y…”

¡Menudo chollo! ¿A cambio de qué? Un país destrozado al que no puedes volver. Experiencias traumáticas de violencia. La muerte acechando a cada paso del camino. Ninguna persona de confianza en el entorno. Una historia familiar interminable de fracaso en los cauces de la sociedad mayoritaria. Chistes denigrantes a tu costa que hasta hace poco se aplaudían sin pensarlo dos veces (“es que ahora no se puede ni contar un chiste”). Que tres líneas escritas supongan una barrera imposible. Muy pocas personas con tu nombre o tu piel conocidas por sus meritos. Nadie esperando, ni facilitando que desarrolles tu talento. Que salten las alarmas al entrar tú por la puerta. Caseros que te alquilan una casa por teléfono y en persona se acuerdan de repente de que ya estaba apalabrada anteriormente. Justificar constantemente, que reivindicar tu propia cultura no es atacar la de los demás. Y que cuando escojas, contra viento y marea, un camino que el sistema aprueba, haya quien se sorprenda y quien diga: “¿Ves como lo que pasa es que los demás no quieren?”

Contemos los casos que se nos aplican a cada uno y cada una y, si nos atrevemos a poner un precio, ya echaremos las cuentas.